sábado, 28 de abril de 2012

Garciaz-Garciaz

¿Eran las tres de la tarde? ¿Las tres y media? Estábamos en una pausa. Nos sobrevolaba, majestuoso, un alto y elegante buitre. Nos habíamos quitado un minuto antes los chubasqueros porque el sol, a través de la amplia cortina de nubes, acababa de enviar un guiño de complicidad sobre el espíritu del Séneca que –encarnado en nuestros cuerpos– se sorprendía aún por la belleza profunda de un bosque sin duda encantado, en el que los castaños le habían robado a los robles el protagonismo que éstos, a su vez, habían hurtado a las encinas unos cuantos kilómetros atrás.
¿Era un buitre voraz de ceño torvo como el que describió Unamuno en uno de sus sonetos? Nunca lo sabremos, dada su majestuosa altura. Pero sin duda el vuelo de ese buitre marcó como un eje de simetría la división de la jornada en dos partes.
La primera había comenzado en Cáceres, de donde –después del desayuno, la subasta de objetos perdidos y la exposición del orden del día– salimos convencidos de que el día de hoy era el elegido para ponernos, de una vez, en ruta por la Naturaleza, después de la relativa frustración que nos había dejado el viernes. Un trayecto sin novedad nos había llevado hasta Garciaz, donde estaba previsto que empezara y terminara el trayecto programado.
Salimos de Garciaz sin más novedad que una lluvia fina y persistente que no suponía mayor obstáculo. El camino se empinaba sin señalar más sobresaltos, y justo después de pasar por la presa del pequeño embalse de Las Moruelas hicimos la pausa para el almuerzo. Un encuentro casual con profesores de un instituto de Madrid, naturales de esta comarca, nos previó la enorme belleza que íbamos a encontrar en el inmediato castañar y en la subida al pico de El Venero. Y conocimos la maravilla mágica de un bosque, encantado sin duda, de finos y altos castaños de claros troncos abrazados por verdosas epidermis. Íbamos fascinados y sobrecogidos ante tanta belleza concentrada, y alguno hasta sospechó que podríamos encontrar allí a Frodo, el protagonista de El Señor de los Anillos. El que esto escribe se acordó de las míticas dríadas, diosecillas femeninas que la Mitología clásica localizaba en árboles y bosques… El cielo, arriba, iba caminando hacia el azul muy pálido, esperanza de un guiño del sol al espíritu del Séneca, y dejaba dibujarse en las alturas la rama más alta de los árboles mientras el suelo, alfombrado de hojas caídas y de erizos de castaña –“erizo es el zurrón de la castaña”, verso de Góngora–, reblandecía húmedo y dócil las pisadas de nuestra comitiva.
Pero poco después –¿eran las tres? ¿las tres y media? – nos sobrevoló el buitre. Y apenas se había desplazado de nuestra retina la siniestra ave de oscuro presagio un trueno nos adelantó que se aproximaba hacia nosotros un resquicio olvidado del diluvio. Hubo que recuperar a toda prisa el chubasquero y comenzamos a andar “magnis itineribus”, “a marchas forzadas”. Una violenta granizada, de la que nunca sabremos si era una feroz caricia o un tierno flagelo, nos caía con intensidad mientras subíamos la alta y empinada cuesta arriba, que nos recordaba en metáfora palpable que cualquier subida a cualquier elevación exige siempre un peaje de esfuerzo y sacrificio.
Se apaciguó la granizada, volvió a salir el sol y los intervalos de luz con gama casi infinita de filtros y de nubes nos acompañaron hasta el pueblo del que habíamos partido. Poco antes de llegar, una Cruz blanca y grande señalaba un punto del camino: desde lejos parecía como si el calendario, acordándose de que somos cordobeses, nos hubiera transportado una Cruz de Mayo. Ya de cerca, en un breve descanso, vimos lo que realmente era: un homenaje y un recuerdo tan sencillos como profundos a quienes en esos entornos habían sufrido los efectos violentos de la Naturaleza en su venganza: porque es tan celosa que no quiere que nadie horade sus secretos más allá de lo que ella está dispuesta a permitir, como recordó un alumno, caminando por el encantado bosque de castaños, cuando dijo que “Dios perdona siempre, los hombres a veces y la Naturaleza nunca”.
Alcanzamos el pueblo nuevamente, y quizá para sintetizar en pocos minutos lo que habían sido las casi siete horas que habíamos pasado caminando, tuvimos ocasión de recibir, después de la parada junto a la Cruz de piedra, amplios espacios de sol, recios avisos de tormenta y un ligero chaparrón de despedida.
Se escriben estas líneas en el Polideportivo de Zorita. Quedan ahora pocos minutos para las diez de la noche. Llueve encima de nosotros y el ruido se deja notar sobre la uralita de la techumbre. Hace frío en la piel, pero el corazón y los sentidos tienen aún la calidez de las hermosas experiencias que nos ha sido dado alcanzar en la jornada.
Si el que esto escribe tuviera dignidad para sentir sobre su alma siquiera la sombra del Hermano Francisco, elevaría con él una humilde Florecilla loando a Dios por la grandeza de todas las cosas: el agua, la tierra, los árboles, el sol –expreso o tácito–, el granizo, el aire, las piedras… y el corazón de las personas que saben extasiarse ante la Naturaleza cuando ésta se desnuda y se nos muestra tal y como es.
Antonio Varo Pineda
Antiguo alumno del IES Séneca

Caras soñolientas; muy soñolientas. La mañana no podía empezar de otra forma. Desayuno, intento de orden, organizadores que reclaman una limpieza que finalmente llega tanto de la mano de profesores y alumnos como de los voluntarios que nos acompañan en el viaje (personas que algún día quedaron prendados de este espíritu tan nombrado: el espíritu del Séneca). La primera parte del día prácticamente se precipita sobre nosotros y antes de que podamos percatarnos ya estamos bajando de los autobuses, bajo una llovizna que parecía una advertencia.
Tras pasar por el pequeño embalse de Las Moruelas, la marea de chubasqueros se paró a comer. Lo que más impresiona es la rapidez y agilidad con la que nos acoplamos allí, en medio de tal paisaje, sentándonos sobre cualquier roca o quizás acompañando nuestra respiración con el ritmo de las gotas. Cosas que suenan absurdas hasta que uno llega a sitios como el bosque al que fuimos después. Realmente “encantado” es el adjetivo que tendría que usarse, o cualquiera que tenga que ver con magia. Los castaños nos rodeaban por todos lados, altos, delgados; podría decirse que hechizaban. El musgo acariciaba el suelo, relamía los troncos. Esta atmósfera, este ambiente, se vio reforzado por el sol que, tímido, intentaba hacer más ameno el camino. El cielo podía adivinarse azul. Un cielo, para qué mentir, distinto. Aquí no le rascaban los edificios, sino que eran los árboles los que parecían hacerlo.
Esta situación no duró mucho, pero disfrutamos mientras duró. La parte dura de esta experiencia se nos presentó en forma de granizo. Prácticamente todos mirábamos hacia el suelo, no sólo para evitar mojarnos la cara, más bien para no ver el final de esta cuesta, El Venero, que parecía no acabar nunca.
Finalmente el sol pareció decidir que nuestras frías manos y los mojados chubasqueros merecían su compañía, marcada siempre por intermitentes lluvias.
Ahora que estoy aquí, en el polideportivo de Zorita, viendo ese espíritu de grupo, esas personas que quizás no se habían hablado antes de venir y ahora se apoyan mutuamente, un chico allí que toca la guitarra, los profesores acá planificando el día de mañana o charlando, los organizadores esforzándose no ya solo por hacer bien su función, sino además hacerlo con simpatía… Ahora que estoy aquí, pensando en esta etapa que hemos recorrido rodeando el pueblo de Garciaz, en el granizo, los calcetines sucios, las nuevas y viejas amistades, y en unas tantas cosas más, me doy cuenta de que merece la pena.
María Barral Gil
Alumna de 4º ESO B

Quiero ser Don Quijote, caminando por Extremadura, aventurándome con molinos de viento, como fieros enemigos… y aunque no tenga un compañero de panza salida, conmigo vienen cuatrocientos con sus lanzas, que combaten y combaten, junto a mí, en cada batalla…
¡Te dedico mis llegadas, Dulcinea! Que en la bonita tierra de Córdoba me esperas…
¡No me olvidaré de ti, te digo! Pues Dios lo tengo allí contigo.
José Antonio Páez Ortiz
Antiguo alumno I.E.S. Séneca